CAPÍTULO 1 - VICO

- Papá está al teléfono, ¿quieres hablar con él?

- No.

- Hijo, por favor…

- Prometió que volvería hoy. 

- Su vuelo se ha cancelado. Dice que lo siente mucho…

- ¡Más lo siento yo!

- Está bien…- Teresa se llevó el inalámbrico a la oreja-. No quiere hablar contigo. Está un poco disgustado… Entiéndelo, está en una edad muy mala… Sí… Ya…

La conversación se perdió cuando abandonó el cuarto de Víctor cerrando la puerta tras de sí. Por fin a solas el chico soltó el bolígrafo con el que hacía los deberes en su escritorio y se llevó las manos a la cara. Estaba harto de las falsas promesas de su padre, pero más aún de sus mentiras. Su madre era tonta, la mujer más tonta del mundo. Se creía todo lo que le decían sin cuestionarlo. Había tenido una vida muy fácil sin hacer nada. Remató la faena al casarse. Al juntar el dinero de ambas familias ella pudo dejar de trabajar y dedicarse a sí misma. Su padre era empresario y siempre andaba viajando de un lado para otro. Al principio, cuando Víctor era pequeño, estaba bien. Se iba por unos cuantos días y volvía cargado de regalos para todos. Después los regalos comenzaron a desaparecer, y más tarde era su padre el que desaparecía. Se marchaba con excusas cada vez más extrañas y se tiraba semanas fuera. El muchacho sabía que su padre ocultaba algo. Sin embargo, su madre parecía creerse sus propias mentiras y seguía comportándose como si todo estuviera bien, como si las cosas fuesen normales. Mientras tanto, como Víctor no sabía cómo actuar ante las continuas ausencias de su padre, acabó optando por aceptarlas y quitarles importancia. Era un mecanismo de defensa.

Tras frotarse los ojos para despejarse el joven se inclinó hacia atrás en su silla y miró a su alrededor. Tenía todo lo que cualquier persona de su edad podría desear: el móvil más moderno, la PS5, un portátil de buena marca… pero no había nada que de verdad significase algo para él. Aquellos objetos estaban vacíos, carecían de importancia. A su alrededor era todo tan frío, tan… artificial. Se había criado en una familia cuyos cimientos se basaban en la mentira y nadie parecía entenderlo. Ante los ojos de los demás su vida era guay y envidiable. Pero él no la quería. Para nada. Por eso el muchacho se apoyaba tanto en sus amigos, en los que había encontrado una verdadera familia con la que poder escapar de sus problemas cotidianos, gente que hacía las veces de hermano, padre o madre, que le daba consejos, le regañaba y, sobre todo, le escuchaba y le comprendía. Sin embargo, lo que Víctor no sabía es que aquel año las cosas iban a complicarse de tal manera que todo lo que había conocido hasta entonces se desestabilizaría por completo.


El viernes, nada más llegar al instituto, sus amigos le preguntaron por la vuelta a casa de su padre. “Su vuelo se ha cancelado”, contestó haciendo un ademán con la mano. Nadie hizo más preguntas y la mañana transcurrió con normalidad. 

Al llegar a casa se sentó en la pulcra y blanca cocina y comió en silencio con su madre, cada uno sentado en un extremo de la mesa viendo su plato vaciarse. En los postres ella hizo las típicas y cordiales preguntas del tipo “¿qué tal el día?” o “¿te han mandado muchos deberes hoy?”. Víctor se pasó el resto de la tarde encerrado en su cuarto. Tardó menos de una hora en hacer su tarea y después fingió estar estudiando para que su madre no lo molestase, aunque la verdad es que simplemente se dejó caer sobre la cama y se puso ojear las redes sociales hasta que el Sol comenzó a descender por el horizonte. El sonido de las llaves en la puerta de entrada lo sacó de su ensimismamiento. Se levantó con mucho cuidado y se sorprendió cuando vio en el reloj que ya eran casi las nueve de la noche. Bajó las escaleras sin zapatos y de puntillas para no hacer ruido y se quedó en el rellano, medio escondido en un lugar desde donde podía ver la entrada. Su padre había vuelto a casa. Venía enfundado en un impecable traje negro con una elegante corbata roja y arrastraba una pequeña maleta de cabina. Su madre, con un coco rubio perfectamente recogido, salió del salón dando pequeños saltitos de alegría y se colgó de su cuello para plantarle un beso. Él no parecía igual de entusiasmado.

- Qué alegría que por fin estés aquí- canturreó ella sin dejar de rodearlo con los brazos pese a los claros intentos del hombre por zafarse-. Voy a por unas copas. Vamos a brindar para celebrarlo.

- No- contestó él seriamente consiguiendo liberarse-. Estoy muy cansado del vuelo. Necesito darme una ducha y meterme en la cama. Deja los brindis para otro momento.

- Oh.

La mujer parecía claramente decepcionada pero se apartó a un lado. El padre de Víctor comenzó a subir las escaleras y el muchacho corrió a su habitación, cerró la puerta y volvió a tumbarse en la cama con fingida indiferencia. Esperó los golpes en la puerta y la cabeza de su padre asomando para saludarlo. Esperó y esperó. Se oyeron los pasos acercándose a la puerta… y alejándose sin detenerse. Luego se oyó un portazo y de nuevo todo quedó en silencio salvo por el amortiguado sonido de las voces de la tele en el piso de abajo. El chico se quedó estático. Parpadeó un par de veces. Realmente no le sorprendía. Al fin y al cabo era lo mejor que podía haber pasado. 

Finalmente decidió ponerse el pijama e ir a cenar algo rápido para acostarse temprano. Bajó las escaleras de nuevo sin hacer ruido y se dirigió a la cocina, donde cogió una manzana y se la comió a bocados. Luego pensó en volver a su cuarto de la misma sigilosa manera en que había salido, sin que nadie notase su presencia, pero un llanto proveniente del salón lo detuvo. No entró, sino que se quedó en la puerta, desde donde pudo ver pequeñas convulsiones sacudiendo la espalda de su madre. 

- Mamá…- se decidió a decir finalmente. La mujer se sobresaltó y giró la cabeza. Hubo unos segundos de silencio en los que Víctor se quedó sin palabras-. No llores, por favor- rogó-. No merece la pena.

Ella asintió. Sin embargo, él sabía perfectamente que no le haría caso. Nunca lo hacía.

- Tu padre está… cansado por el viaje. Eso es todo- se dijo a sí misma con una falsa esperanza. 

Víctor no tenía ganas de ponerse a discutir a esas horas. En otras circunstancias habría comenzado a pegar gritos para hacerle entrar en razón y que abriera los ojos. Quizás a lo largo del fin de semana trataría de convencerla de que dejase de hacerse la crédula y viese la cruda realidad tal y como era. De momento se limitó a desearle buenas noches y marcharse escaleras arriba. Físicamente no, pero mentalmente había sido un día agotador. Intentó despejar su mente de cualquier pensamiento y se quedó dormido en cuestión de minutos.


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