CAPÍTULO 2 - JOSÉ
Cuando el despertador tronó con ese estridente sonido que le taladra a uno los oídos, José sintió que el alma se le caía a los pies. Abrió el ojo derecho a duras penas y tanteó penosamente su mesita de noche hasta encontrar aquel dichoso aparato para apagarlo. Luego volvió a cerrar el ojo y se dio la vuelta, enredándose entre las sábanas de la cama deseando que aquello fuera una pesadilla, que todavía fuese domingo al menos. No pasó ni un minuto cuando alguien abrió la puerta de su dormitorio con un golpe seco.
- ¡Venga, niño, o llegarás tarde a clase!- lo regañó su madre, Pilar, zarandeándolo. No era una mujer muy delicada, a decir verdad-. ¿Y cuántas veces tengo que decirte que duermas con pijama?- y también muy recatada, dicho sea de paso. Quizás demasiado.
Por toda respuesta, el chico soltó un gruñido. Fuese verano o invierno, lo que más le gustaba a José era dormir en calzoncillos. No sólo era más cómodo, sino que además semejante acto de rebeldía sacaba de los nervios a su madre, y eso siempre era un punto a favor. La verdad es que la relación con sus padres nunca había sido excesivamente estrecha, no por rencores ni traumas del pasado, no creáis. Simplemente las cosas no fluían. José había sido etiquetado como el rebelde de la familia, la oveja negra, siempre bajo la alargada sombra de su perfecto hermano mayor, Roberto, quien no tenía la culpa de nada y al mismo tiempo de todo. Todo en José irradiaba un aire diferente, desde su actitud pasota ante la vida hasta su apariencia física y su forma de vestir, que lo hacían parecer un intruso entre los de su sangre. La diferencia fue más marcada aún cuando se puso un pendiente en la oreja (para horror de su madre). “¡Los hombres no pueden llevar pendientes!”, había exclamado llevándose las manos a la cabeza. José se había limitado a sonreír con suficiencia.
El muchacho dio un par de vueltas más en la cama haciéndose el perezoso hasta que su madre se rindió y salió refunfuñando de la habitación. Entonces se levantó de golpe y, más espabilado de lo que cabría esperar, hizo unos cuantos estiramientos de brazos y fue a arreglarse al aseo del fondo del pasillo para prepararse para una nueva y probablemente nada productiva semana de clase. El curso escolar había comenzado apenas un par de semanas atrás y la gente estaba excesivamente motivada para su gusto. A su alrededor sus compañeros y compañeras ya visualizaban la entrada a bachillerato -para la cual quedaba un año entero- y sus futuras y brillantes carreras, mientras que a José le preocupaba más acordarse de pedirle a Roberto que le comprase otro paquete de tabaco.
Una vez estuvo listo se dirigió a la cocina, donde le esperaba una estampa nada alentadora para la mayoría de personas pero que a él le reconfortaba de alguna manera: su padre y su madre estaban desayunando como ausentes, perdidos en la luz de sus pantallas móviles, y ni se molestaron en alzar la mirada cuando José se sirvió un vaso de leche y se lo bebió apoyado en la encimera. No sentarse a la mesa, según su padre, era de mala educación, pero tampoco habría una gran diferencia si lo hiciera. Total, ¿de qué iban a hablar? El padre de José, Carlos, era un señor grande y sereno que se ganaba la vida dignamente en un taller de coches que había heredado de su padre, así como éste del suyo. Le gustase o no, lo más probable es que el destino de José acabase ligado también a aquel lugar lleno de aceite y olor a neumáticos, porque el chico dudaba que sus notas fuesen suficientes para entrar a la universidad. Su madre, en cambio, trabajaba en la peluquería del barrio, aunque actualmente se encontraba de baja debido a sus constantes problemas de espalda, por lo que pasaba más tiempo en casa de lo que al joven le gustaría. No es que José no quisiese a su familia, por supuesto, era simplemente que… no entendía muy bien cuál era su papel.
De repente, el chico notó una mano que le alborotaba los rizos de su oscuro cabello.
- ¡Venga, enano, que te llevo en moto!- exclamó su hermano Roberto con voz jovial. Cualquier ocasión era buena para regodearse en los veinte centímetros de altura que le sacaba al pequeño de la casa.
- ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me llames enano, cabrón?- replicó éste, aunque no estaba realmente enfadado. A Roberto al menos podía tolerarlo. De hecho, quizás fuese su único aliado entre esas cuatro paredes que conformaban su hogar, aunque por lo general su hermano estaba más volcado en su carrera y en su novia que en apoyar la constante guerra de José contra el universo.
- ¡Eh, ese vocabulario!- rechistó su madre sin levantar la mirada de los reels sobre peinados de Instagram que la mantenían ocupada veinticuatro horas al día.
Ninguno de los dos hizo caso a las quejas de la mujer, sino que intercambiaron una sonrisa cómplice y se marcharon despidiéndose con un simple “adiós”.
- ¡Buenos días!- exclamó una voz cantarina cuando entró en clase arrastrando los pies tres escasos minutos antes del comienzo de la jornada, con los rizos despeinados por culpa del casco de la moto. Daniela, una chica morena con una sonrisa radiante y ropa de colores aún más radiantes, daba saltitos y le hacía señales desde el otro extremo de la estancia, lo cual era gracioso porque siempre se sentaban en el mismo sitio. Como toda respuesta José hizo un gesto con la cabeza. Era un joven escueto en palabras, pero en el fondo se alegraba de verla.
Víctor tuvo que levantarse para dejarle paso. Su sitio era junto a la pared, así podía entretenerse mirando por la ventana que había un poco más adelante.
- ¿Qué tal el finde?- preguntó Víctor, su pelo castaño claro perfectamente peinado y su camiseta de marca recién planchada. Al igual que Daniela, ya tenía todo el material de la primera asignatura del día (que a saber cuál era) preparado sobre la mesa.
- Como siempre- contestó José soltando la pesada mochila y dejándose caer sobre la silla-. ¿Y el tuyo?
- Mi padre llegó a casa el viernes por la noche y se han tirado todo el fin de semana discutiendo- contó Víctor con tranquilidad estirando los brazos sobre el escritorio-. Pero cuando le he propuesto a mi madre esta mañana que se divorcie de una maldita vez se ha echado a llorar encima de las tostadas y mirad, de verdad, yo ya no sé qué hacer.
- Vaya, tío, lo siento- respondió José dándole una palmada en el muslo. La historia de los padres de Víctor (o Vico, como lo había bautizado la hermana pequeña de Daniela años atrás) venía de lejos. Su hijo parecía ser el único de los tres con los pies en la tierra. La verdad es que desde pequeño Vico siempre había demostrado ser más maduro que los demás chicos de su edad, y conociendo su contexto familiar a José no le costaba entender el porqué. Su amistad se remontaba a los años de guardería, aunque sus familias prácticamente no habían tenido contacto. La llegada de Daniela a sus vidas durante la primaria fue el pegamento que faltaba para terminar de unir a los dos chicos, quienes descubrieron en sus diferencias con respecto a sus familiares un punto de conexión común que los volvió íntimos. Fue entonces cuando se convirtieron en un trío, con Daniela a la cabeza como la voz de la sensatez y el espíritu positivo, guiándolos así a través del tormentoso mar que era la vida. Con el paso a la adolescencia Vico parecía haberlo entendido ya todo y se había subido al barco junto a Daniela, mientras que José aún pataleaba intentando no ahogarse. Pero no importaba mientras ellos siguieran a su lado esperándolo.
- ¿Y por qué no nos escribiste?- inquirió Carolina, la cuarta en discordia. Con su estilo gótico, su atractiva mirada felina y su humor sádico e irónico, había sido la última en integrarse en el grupo después de que a una de sus madres la trasladaran en el trabajo y, con ello, hubiesen tenido que cambiarla de instituto a mitad de curso tres años atrás. José recuerda ese día con claridad. Cuando la muchacha entró a clase con su peculiar look y su larguísima cabellera negro azabache, llevando guantes de rejilla pese al calor e irradiando magnetismo y belleza sin pretenderlo, todo el mundo se quedó boquiabierto. La oscuridad que la envolvía llamó la atención de José y, como ambos eran fríos como bloques de hielo, inevitablemente acabaron por hacer buenas migas. Se podría decir que desde que Carolina formaba parte de su grupo habían dejado de estar marginados, pues la gente seguía esforzándose por atraer la atención de la muchacha y eso hacía que inevitablemente se acercasen a ellos, pero era absolutamente imposible competir con el halo de complicidad, confianza y cariño que desprendían cuando estaban los cuatro juntos. Era como si tuviesen su propia parcela aparte dentro del mundo en la que no se podía penetrar porque, simplemente, no ibas a entender las normas de su micro-cosmos. ¿Cómo sería posible, de lo contrario, unir a cuatro personas tan sumamente diferentes? Daniela era como un arcoíris perenne, un brillante sol que podría haber chocado con la tempestad que emanaba de Carolina, pero bastaron dos charlas sobre chicos y prestarse una compresa para volverlas inseparables (el funcionamiento de la mente de las mujeres era algo que escapaba de la comprensión de José, aunque quizás a Daniela le había venido bien algo de energía femenina después de tanto tiempo a solas con ellos). Vico, a primera vista, podría dar la sensación de típico chico de bien, de esos pijos que te miran por encima del hombro creyéndose más que nadie, pero nada más lejos de la realidad. Debajo de la ropa de marca había una persona de lo más sencilla. Y estaba clarísimo que a Vico le fascinaba Carolina a unos niveles que iban más allá de la amistad. Es decir, tampoco es que fuese ningún secreto. Incluso la propia chica lo sospechaba, y esa información formaba ya parte de la forma en la que se relacionaban entre ellos, siempre chinchándose pero preocupándose constantemente el uno por el otro más de lo que cualquiera llegaría a reconocer jamás. ¿Quién sabía qué les depararía el futuro?
Varias horas más tarde José ya había perdido el rumbo de lo que fuera que estuviesen explicando aquel día. Por la cara de amargada de la profesora que tenía delante, Inés, con sus gafas colocadas en perfecto equilibrio sobre la punta de su alargada nariz y sus estrafalarios fulares, José supuso que se encontraban en clase de Filosofía. Miró hacia abajo. Había sacado el libro de Matemáticas. ¡Dios! ¿Cuánto faltaba para el recreo? Sus tripas ya rugían de hambre. Discretamente, sacó su móvil del bolsillo del pantalón y chequeó la hora: las once de la mañana. Aquello era insoportablemente soporífero, pero la estridente voz de la señora le impedía incluso cerrar los ojos para echarse una siesta. ¿Cómo podía estar tan despierta aquella mujer, tan acelerada, a esas horas del día?
- ¿Cuántos cafés crees que lleva encima esta mañana?- susurró acercándose al oído de Vico.
- Cinco- contestó su amigo en voz baja sin dejar de anotar cosas en su libreta.
- Ocho- apuntó Carolina reclinándose en su asiento.
- Shhh- añadió Daniela.
José y Vico compartieron una mirada cómplice y permanecieron en silencio… unos pocos segundos.
- En cualquier momento esta es capaz de liarse el libro y hacerse un porro aquí delante de todos- sugirió Vico, lo que provocó una risa que José trató de disimular.
- Bueno, si nos invita- propuso José, y ya ahí no pudieron evitar estallar en sonoras carcajadas imposibles de contener. Inés, alta y delgada cual personaje de Tim Burton, se estiró cuan larga era y se ajustó sus horrorosas gafas. Nada ni nadie estaba autorizado a interrumpir su discurso en mitad de una clase. Su fama de estricta era bien conocida en el instituto.
- ¿Le parece graciosa la figura de Immanuel Kant, señor García?- siempre se dirigía de usted a los alumnos y los llamaba por sus apellidos, algo que a José le parecía rancio, como del siglo XIX o así. Ahora bien, no se podía negar que la señora lograba el efecto deseado, pues ni las moscas se atrevieron a revolotear por miedo a hacer ruido con el batir de sus alas.
- No- respondió José escuetamente, asesinándola con la mirada.
- Entonces le sugiero que no vuelva a molestar.
- ¡Pero si sólo ha sido una risita de nada!- se justificó. A su lado Vico había agachado la cabeza.
- ¡No me contradiga, señor García! Mire, puede que usted no tenga futuro, pero su compañero de pupitre todavía sí, así que procure no arruinárselo.
José se quedó sin palabras ante aquella bofetada sin manos. Le faltaba el aire y un nudo se le formó en la garganta. La clase soltó un <<uuuh>> conjunto y todos se giraron para observarlo, pero de inmediato la profesora continuó con su oratoria como si no hubiese ocurrido nada. Cuando José consiguió reaccionar se levantó de la silla y salió de clase dando un portazo tras de sí. Inés no detuvo su discurso filosófico en ningún momento.
- ¿José? José, abre la puerta- la voz de Vico se escuchaba al otro lado de la cabina y unos nudillos chocaron contra la madera varias veces-. Sé que estás ahí. Abre, por favor. Las chicas están fuera, preocupadas por ti.
José se secó las lágrimas y se recompuso. Llevaba un rato encerrado en el baño de la última planta, aquel que siempre estaba vacío por el fuerte olor a tuberías y donde a veces se escondía para fumarse un cigarro -con la firme oposición de Daniela- a la hora del recreo. Al muchacho no le gustaba que nadie le viera llorar. No es que lo considerase vergonzoso ni nada por el estilo, sino que le parecía un momento demasiado delicado e íntimo como para compartirlo con nadie más, máxime si había estado propiciado por semejante bruja. Por fin abrió la puerta y salió del cubículo. Vico suspiró al ver los ojos rojizos y los restos de surcos mal disimulados en el rostro de su amigo.
- Tío, ese comentario ha estado totalmente fuera de lugar- dijo realmente afectado. José pasó por su lado y fue a refrescarse la cara al lavabo-. Daniela ha ido a quejarse al director, ya sabes cómo es…
- No va a servir de nada- el moreno se dio la vuelta, las gotas de agua cayendo por su cuello-. Todo el mundo sabe que está aquí enchufada, da igual lo que haga, nunca va a tener consecuencias.
La guerra entre Inés y José no era ninguna novedad, aunque nunca antes había traspasado los límites como lo acababa de hacer. Vico no pensaba rendirse.
- Pero lo que dice no es verdad- insistió.
- ¡Sí que lo es!- gritó José con tono desesperado, y se llevó las manos a la cara para calmarse-. Tiene toda la razón, Víctor -sólo lo llamaba así cuando el asunto era realmente serio-. Soy un pringado sin futuro. No saco buenas notas, no sé qué quiero hacer con mi vida, n-no se me da bien nada. Yo…- no pudo evitar que las lágrimas volviesen a acumularse en sus ojos, pero parpadeó varias veces para impedir que salieran.
Vico se acercó y apoyó las manos en sus hombros, forzándole a mirarlo.
- José, no voy a permitirte que digas esas cosas- afirmó con contundencia-. Tenemos quince años, es normal sentirse perdido.
- Pero las chicas y tú…
- ¡Olvídate de nosotros!- lo cortó el castaño-. Cada persona es un mundo y tiene sus ritmos, ¿vale? La tipa esa es una puta fracasada que vive amargada y no puedes dejar que sus mentiras te afecten, ¿me entiendes?
José asintió con la cabeza. De ser una persona dada a los abrazos hubiera sido un buen momento para uno, pero Vico sabía cómo respetaba José su espacio personal y no hizo siquiera el amago. Vico podría asegurar que cuando eran pequeños José no era así… no tanto, al menos. Si hiciese memoria podría recordar algunas muestras de cariño y un pelín más de alegría en el rostro del moreno, cosas que la adolescencia había ido borrando hasta hacer de él una persona excesivamente reservada que cada vez vivía más encerrada en sí misma. Esperaba que se le pasase con el tiempo.
Los chicos salieron del baño y se encontraron a Carolina apoyada contra la pared. Entre sus pálidas manos sostenía un trozo de papel que les mostró con orgullo y una sonrisa expectante. En él había realizado una divertida caricatura en la que ridiculizaba a Inés. La joven era una prometedora dibujante. Al rato llegó Daniela echando chispas por las orejas porque desde dirección se habían negado a atenderla alegando que tenían mucho trabajo. José no tardó en sentirse mejor. No cabía duda de que tenía a los mejores amigos del mundo.
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