CAPÍTULO 3 - JOSÉ

 José siempre había amado la música. Desde que era un crío se paraba en los escaparates de las tiendas de música y, pegando la nariz contra los cristales, contemplaba la gran variedad de instrumentos, parándose especialmente en las guitarras. No podéis llegar a imaginar la insistencia con la pedía que le comprasen una, y eso que no era un niño caprichoso, pero sus padres, pensando que se trataba de un mero hobby pasajero, se negaban alegando que era demasiado pequeño para esas cosas. Con el tiempo, como continuaba demostrando verdadero interés, la excusa pasó a ser económica. “Es demasiado cara”, decían. Al final se limitaron a decir que no y punto. En esa familia no se daba demasiado valor al arte en ninguna de sus expresiones. Hasta que un día, cuando cumplió 13 años, su hermano Roberto se acercó con una guitarra envuelta en una funda y se la entregó. “Papá y mamá están un poco mosqueados, ya sabes. Prométeme que te lo tomarás en serio”, le dijo. Y José, con los ojos brillantes de la emoción, lo prometió. En un principio decidió aprender desde casa, pero una fuerte discusión con sus padres hizo que Reina, el nombre con que bautizó a su guitarra en honor a Queen, estuviese bajo llave en el trastero varios meses. Cuando por fin consiguió recuperarla decidió apuntarse a una academia barata que encontró en el tablón de anuncios del instituto. Si sus padres lo consintieron fue porque se dieron cuenta de que tendrían dos tardes libres a la semana sin la larga cara de su hijo merodeando por casa fingiendo estar haciendo algo de provecho, o al menos eso creía el moreno.

Muchos lunes habían pasado ya desde aquel día en el que, ilusionado como un niño pequeño en la mañana de Reyes, se apuntó a la academia. Bueno, de academia sólo tenía el nombre. En realidad se trataba de un viejo maestro de música jubilado que cuando se quedó viudo decidió entretenerse dando clases desde su casa a grupos reducidos. José tenía la suerte de que durante el tiempo que llevaba allí nadie había coincidido en su turno, por lo que gozaba de clases particulares, aunque sí que conocía de vista a otros alumnos de distintas edades y niveles con los que se cruzaba a veces en las escaleras. Cristóbal, su profesor, era una persona afable y tranquila. Tenía el pelo canoso y un poco largo, recogido en una coleta, y llevaba gafas redondas. Siempre vestía camisas anchas e iba en zapatillas. En el salón de su casa había una pequeña colección de guitarras alucinantes y decenas de metrónomos. Como mascota tenía un gato tan gordo que verlo moverse era todo un espectáculo, aunque raramente lo hacía. A José le daba la sensación de que el tiempo transcurría de manera distinta en aquella casa impregnada de olor a café. 

Pero aquel lunes algo cambió.

Con el permiso de los vecinos y gracias a la vigilancia ejercida por el portero, la puerta de la casa de Cristóbal permanecía entreabierta toda la tarde en horario lectivo. Aún así, José siempre llamaba al timbre tres veces antes de entrar como si se tratase de una especie de código secreto establecido entre ellos que al hombre siempre le hacía mucha gracia. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que en mitad del salón había tres taburetes en lugar de dos, y que sentado de espaldas en uno de ellos había un muchacho rubio como de su edad tocando unos acordes para tratar de afinar su guitarra. El moreno se acercó lentamente sin hacer ruido. No había ni rastro de Cristóbal, pero se oía el tintineo de las tazas en la cocina.

- Em… ¿Hola?- saludó un poco confuso, cuestionándose si habría ido el día correcto.

El otro chico se sobresaltó y giró la cabeza. Unos ojos almendrados color miel lo contemplaron como si lo hubiesen pillado haciendo algo indebido. 

- Hola.

José miró discretamente su móvil para comprobar fecha y hora y frunció el entrecejo. ¿Qué clase de broma pesada era esta?

- Perdona, ¿quién eres?- preguntó tratando de no sonar descortés.

- Tu nuevo compañero de clase- contestó una voz grave a su espalda. Cristóbal apareció por la puerta con una humeante taza de café en las manos, que posó sobre la mesita del salón-. Me dijo que no podía venir a otra hora y como tiene más o menos tu nivel lo he puesto contigo- explicó. El otro muchacho compuso una fugaz sonrisa de medio lado como disculpándose por su presencia-. Espero que no te importe, ya sabes que lo normal son clases con grupos reducidos- inquirió el profesor observando a José. 

- ¡No! No, para nada- se apresuró a contestar con fingida amabilidad, aunque nada más lejos de la realidad. ¿Que no le importase, decía? ¡Y una mierda! ¡Claro que le importaba! A ver, tenía su lógica, el hombre tenía que ganarse su dinerillo pero… ¡Arg! ¿Tenía que ser justo en su turno, en serio? Es cierto que José podía ser una persona un poco difícil de tratar al principio. Tenía una personalidad un tanto reservada que solía causar rechazo e inquietud a los demás. José lo llamaba simplemente ser antisocial. Con la excepción de sus amigos, la verdad es que le repateaba pasar tiempo con más gente. No es que pensase que los demás eran idiotas (que también) ni que se creyese mejor que nadie (todo lo contrario, de hecho), sino que su batería social era muy corta y las clases de guitarra eran uno de los poquísimos momentos de la semana donde era realmente feliz y se sentía a gusto. Era como su terapia, y ahora este rubito de pacotilla venía a enturbiar su paz.

- Bien, pues terminad de afinar las cuerdas y comenzamos.

El tiempo pasó a toda velocidad. Cuando José se ponía a pensar en que una clase del instituto duraba tan solo cinco minutos menos que una lección de guitarra no se lo creía. Las primeras se hacían eternas y se las pasaba mirando el reloj de pulsera de Vico o garabateando la agenda de Carolina, mientras que las segundas ya podrían ser eternas. Y solitarias. A las ocho en punto Cristóbal dio por finalizada la clase y se despidió de los chicos con un “nos vemos el miércoles”. Ahí fue cuando José comprendió que aquel muchacho estaría con él todos los días a partir de ese momento. A ver, ciertamente el chaval era bueno pero estaba objetivamente por debajo de su nivel. Más le valdría ponerse las pilas… o cambiarse de turno, lo que más fácil le resultase. José sacudió la cabeza. Sabía que aquella repentina animadversión hacia el nuevo, que además parecía agradable, no tenía fundamento, pero es que había algo en él que le hacía sentir incómodo, aunque no sabría identificar el qué. Por eso recogió con rapidez sus cosas, guardó su guitarra en la funda y se marchó presuroso. Cuando salió a la calle, guitarra al hombro, oyó unos pasos rápidos a sus espaldas que bajaban los escalones a toda velocidad.

- ¡Espera! ¡Espera!

José hizo una mueca, se detuvo y se dio la vuelta. El chico rubio le había alcanzado sin apenas resuello. José se fijó mejor en su aspecto: el pelo rubio perfectamente alborotado, una camisa celeste abierta sobre una camiseta blanca, la funda de la guitarra que sostenía con una mano llena de parches de estilo deportivo... Extraña combinación, la música y el deporte. “He ahí el fallo”, pensó el moreno, satisfecho cual detective que ha resuelto todas las pistas de un complejo caso.


- No nos han presentado. Me llamo Ángel- dijo extendiéndole la mano con desparpajo.

- José- contestó éste estrechándosela sin demasiado entusiasmo.

Pasaron varios segundos en el que ninguno de los dos se soltó las manos, sino que continuaron el apretón moviendo el brazo arriba y abajo tontamente. ¿Veis? A estas cosas se refería el chico cuando afirmaba que no quería tener una extensa vida social, para evitar así este tipo de situaciones incómodas a la par que extrañas. Por fin José se decidió a soltarse y señaló algún lugar lejano por encima de su hombro.

- Perdona, tengo que irme- balbuceó nervioso.

- Claro. Hasta el miércoles- se despidió el otro con una amplia sonrisa.

El moreno se dio la vuelta para marcharse, pero antes de llegar a la esquina no pudo evitar la tentación de girarse una última vez para contemplar cómo ese tal Ángel se perdía en dirección opuesta. 


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